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¿Qué es la lidia?

Por José Carlos Arévalo


 Siempre se jugó al toro en la península Ibérica. Pero en el siglo de la Ilustración, el XVIII, cuando la Razón sustituye al Mito para explicar el mundo, los españoles empezaron a razonar su relación con el toro bravo. Fue entonces cuando inventaron la Lidia.

La palabra lidia es hija de la palabra lid, que significa lucha, combate, pero también disputa, discusión. Como suele suceder, el pueblo, creador del lenguaje, acertó de pleno.

Porque la lidia no solo es un combate, también es una disputa, mejor dicho, una discusión del torero con el toro, basada en preguntas del torero y en respuestas del toro. Para dicho diálogo, el torero usa el toreo y el toro, su bravura. En definitiva, la lidia es un acto en el que la inteligencia humana indaga los comportamientos del animal bravío con el fin de poder torearlo. Es decir, que la tauromaquia de la lidia, iniciada en el XVIII, se anticipa casi en 200 años a la etología, ciencia fundada en el siglo XX, que estudia el comportamiento animal.

Por supuesto, el toro empieza a explicarse desde su primera embestida, pero la lidia lo somete a pruebas determinantes en las que se sincera y nos dice quien es. 

En la suerte de varas expresa su bravura con toda clase de matices: su entrega o su renuencia, su nobleza o su listeza, su fuerza o su flaqueza, su elegancia o su bronquedad, su casta o su indolencia, su ilimitada o limitada capacidad de lucha, comportamientos siempre distintos de un toro a otro, lo que les otorga un principio de individuación. De ahí que la plaza sea el escenario asombroso donde el animal abandona su identidad genérica y accede a una individualidad al mismo tiempo propia e imaginaria. Un antropomorfismo singular que no lo personaliza, pues para el público no deja de ser un toro aunque lo califique con adjetivos humanos: noble, listo, codicioso, reservón… hasta hermana de la caridad lo llama.

Los comportamientos del toro en el primer tercio se confirman en banderillas, un tercio dispuesto por la lidia para que se reponga del gasto energético que ha hecho en la suerte de varas y en los capotazos que lo han bregado. Pero la definitiva declaración de su carácter se produce en el último tercio, en el cual confirma o desmiente, y siempre extrema, para bien o para mal, lo que de sí mismo ha contado desde que salió al ruedo. Y cuando llega el momento de la verdad, el de la estocada final, su bravura, que para el aficionado es el alma del toro de lidia, ha quedado desvelada.


El buen aficionado y, obviamente, el torero y el ganadero, son expertos lectores de la psicología del toro. Pero lo que no hacen, ni pueden hacer, es la lectura biológica del proceso neuroendocrino que explica su comportamiento psíquico durante la lidia. Tampoco puede dar el científico experto en el toro bravo una evaluación biológica de su comportamiento durante su lidia. Todo lo más, intuye las mayor o menor potencia de los neurotransmisores que explican su agresividad, su bajo nivel de estrés y su bloqueo de dolor, claves biológicas de la bravura y comportamientos del bovino de lidia. Pero sí puede detectarlas, a través de una analítica post mortem.  Por fortuna, a posteriori, pues si lo previera se debilitaría el azar que sustenta el drama taurino.

 Esta lectura etológica se hace a través de otra lectura, simultánea y absolutamente adherida a ella: el toreo. Un lenguaje de doble faz. A su expresión externa le subyace la técnica taurómaca, el andamiaje oculto del arte de torear.

¿Qué es el arte de torear? Una mutación mágica. La transformación de un hombre, del hombre común, en un artista heroico que, situado en una situación límite, compromete su vida con su obra. Y como tal, se viste de luces, la luz la luz de la razón, de la inspiración, cualidades exclusivamente humanas que lo facultan para convertir la violencia del toro a la cadencia de un arte que une su furia letal con la destreza del torero, quien hace de su afán destructivo la clave de un acuerdo estético de consecuencias insospechadas, pues convierte el miedo en placer, el peligro en belleza, la lucha en colaboración.



El arte de torear cambia la identidad animal, estrictamente zootécnica, en la del toro bravo, un ser simbólico que encarna el destino del hombre en el ruedo. Y, finalmente, el arte impone la metamorfosis más difícil, la que convierte a miles de espectadores en un solo espectador, miles de opiniones en una sola opinión, esa cohesión inefable en la que todas las subjetividades se funden y ascienden a la objetividad absoluta. Así lo prueba el ole, espontáneo y colectivo, una voz entre el grito y la palabra, no comandada por nadie, que empieza y termina a la par que el toreo, que es el toreo, la música exclamada del toreo. Por eso, únicamente por eso, va la gente a los toros. Para ver torear, para vivir el misterio del arte que brota en el abismo.

 En efecto, dos lecturas simultáneas, la etológica y la artística, que visualizan y asumen la restauración de un mito jamás reconocido como tal, pero realmente sucedido: el primer combate del ser humano cuando descendió del árbol y luchó con la fiera para determinar quién era el dueño del mundo.

Por supuesto, nadie va a la plaza por tan desconocido pero cierto referente. Sin duda nunca se supo cuál fue la primera fiera a la que se enfrentó el ser humano. Tampoco el hecho de que haya algunos combates del hombre con el toro en ciertas mitologías es suficiente para presentarlo como el precedente mítico de la tauromaquia moderna. Porque el mito del combate primordial entre el hombre y el toro lo crea la corrida de toros. Lo que supone un enorme enigma cultural e histórico, pues plantea por qué una sociedad como la española de los tres últimos siglos, insertada en la nueva era de la razón y la ciencia, sirviéndose de una metodología de cariz científico y de expresión estética, crea sin saberlo un mito fundacional, el de raíz más antigua, incluso anterior a la prehistoria revelada por la arqueología, un mito sin nombre, pero vivo en el inconsciente colectivo del coro taurino, el mito que se restaura y revive cada tarde de toros.

Explicar las causas de esta fabulosa creación de la cultura popular es factible para el sociólogo de la historia que yo no soy. Tan solo siento el pálpito atávico de este nuevo arte escénico en el que late un hecho ancestral. ¿Dio comienzo el arte en un combate? Siempre me he preguntado por qué en el griego primitivo la palabra arte designaba al yelmo y el escudo, dos útiles defensivos -¿y creativos?- como la capa y la muleta. A partir del interrogante que plantea la antigua lengua de los griegos surge otra pregunta: ¿es un combate el encuentro del hombre con el toro? Porque en la corrida quien combate es el toro, pero el torero no lucha, torea. Pues torear no es luchar sino convertir la violencia del toro a la cadencia del arte. Incluso la suerte de la estocada, la única que es un combate, sentencia la victoria definitiva del toreo sobre la violencia letal que se cierne sobre el torero y que embarga a toda la plaza. 



Es la suerte del silencio, la suerte catártica que mata a la muerte prometida por el toro, la suerte de la consumación sacrificial de un mito que nos muestra, entre otras cosas, una verdad inapelable:  El toreo es el arte contra la violencia.

La lidia, o sea la tauromaquia actual, tiene todos los atributos del mito. Pero es un hecho cultural moderno, codificado visualmente y en constante evolución, desde su origen ilustrado y popular a nuestros días, tan mal informados. Para entender su vigencia habría que acudir de nuevo al lenguaje y hacerse la siguiente pregunta: ¿Por qué a la lidia, es decir a la corrida de toros, se la llama Fiesta Brava? Una rigurosa respuesta a tan sencillo interrogante daría las claves culturales, políticas y sociales que explican la existencia, permanencia y futuro de este fascinante género escénico. Algún día se resolverá el enigma.

By Juan Montañés

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