PUBLICADO EN EL CORREO DE ANDALUCÍA EN EL AÑO 2020
La muerte de Antonio Bienvenida, el torero de la sonrisa eterna, forma parte del imaginario popular y sentimental de toda una generación. Los que peinan más de dos o tres canas recuerdan aún la honda conmoción que supuso la trágica desaparición del torero el día del Rosario de 1975, hoy hace justo cuarenta y cinco años. La historia es conocida pero merece ser recordada. Cuando llegó su hora, Antonio Mejías Jiménez -Bienvenida en los carteles- llevaba un año justo retirado definitivamente de la profesión. Su hermano Ángel Luis había recibido el brindis del último toro que había matado de luces el 5 de octubre de 1974 en la antigua plaza de Carabanchel después de alternar con Curro Romero y Rafael de Paula. Ese mismo año aún había hecho un último paseíllo en el coso de la Real Maestranza de Sevilla, el día 19 de mayo, también con Romero y en un cartel que cerraba el jerezano Currillo organizado a beneficio de la Hermandad de la Hiniesta.
El adiós al vestido de torear no implicó el alejamiento del toro. De hecho, la última vez que toreó en Sevilla pudo ser en una fiesta íntima -alternando con el gran Pepe Luis Vázquez- organizada en la Venta de Antequera por el recordado y conocido odontólogo hispalense Joaquín Varela. En ese tiempo, Bienvenida no había interrumpido sus viajes al campo y seguía ciñéndose el traje corto para participar en los festivales benéficos en los que era requerido. El último de ellos -no podía saberlo entonces- iba a celebrarse en la localidad charra de Tamames de la Sierra, el día 30 de septiembre de 1975.
Muy pocos días después, el 4 de octubre, se cumplía el aniversario de la muerte de su padre, el mítico Papa Negro, y Antonio había acudido con parte de la familia a una misa organizada por la hermandad de San Roque de la localidad madrileña de Colmenar de Oreja a la que le unían estrechos vínculos desde que los hermanos Bienvenida, con su legendario progenitor al frente, aceptaron torear una serie de festivales para sufragar la reconstrucción de la ermita del santo, arrasada durante la Guerra Civil.
De Colmenar de Oreja a El Escorial
A mediodía se iba a organizar una excursión campera. Antonio; su hermano Angel Luis; sus respectivas familias; los Graña, unos íntimos del Perú que querían ver en acción al veterano maestro y también el joven Miguel Mejías, el último de los Bienvenida que se vestiría de luces a mediados de los ochenta sin alcanzar a tomar la alternativa. El destino de aquella comitiva eran los campos de El Escorial. Se habían encerrado unas becerras en la finca Puerta Verde, de la ganadera Amelia Pérez Tabernero…
Las faenas camperas transcurrían con relajada normalidad. Antonio Bienvenida había toreado con su acostumbrado magisterio lidiador a una vaca, de nombre ‘Conocida’, de excelente reata. Miguel y Álvaro, otro sobrino del maestro, participaban en la lidia apurando los últimos muletazos del animal que fue sacado de la plaza por la puerta del campo de la forma habitual. En las corraletas de la placita serrana aguardaba otra vaca, bautizada como ‘Curiosa’ en el herradero, que no hizo nada bueno ni malo durante la tienta. Antonio aleccionó a su sobrino Miguel y se decidió a dejarla marchar. La puerta la manejaba su hermano Ángel Luis que no pudo advertir que la anterior becerra, ‘Conocida’, había quedado agazapada junto a los muros de la plaza, fuera de la visión de todos.
Una voltereta mortal
El viejo torero había quedado de espaldas a la puerta y no pudo esquivar la violenta entrada de la becerra que entró por sorpresa y le volteó aparatosamente, haciéndole caer de mala forma. Bienvenida había girado sobre las vértebras cervicales para quedar inerte sobre el pequeño ruedo. Posiblemente nadie pensaba en un percance fatal. Trasladado a la casa de la finca, sintió frío en el tibio otoño serrano mientras se le abrigaba con capotes de brega y se esperaba una ambulancia. Demasiado tiempo…
Antonio Bienvenida fue ingresado en el hospital madrileño de La Paz. Las primeras esperanzas de recuperación se pulverizaron por completo al día siguiente. El torero había quedado sumido en un coma profundo que sólo se resolvería con su fallecimiento al atardecer del día 7 de octubre, hoy hace justo 45 años. Aquella España, como diez años después en la tragedia de Pozoblanco, se estremeció de arriba a abajo…
Bienvenida, Sevilla y el Gran Poder…
La relación de la familia Bienvenida con la ciudad de Sevilla y su entorno fue agridulce y mezcla a partes iguales la gloria y la tragedia. Nacido en Caracas en 1922, Antonio pasó la mayor parte de su vida en Madrid pero siempre se le consideró sevillano. Como Belmonte, recibió las aguas bautismales en la parroquia de Omnium Sanctorum en 1924 junto a su hermano Ángel Luis, que sí nació en Sevilla recién instalada la larga prole en el barrio de la Feria después de su largo periplo americano.
Seguramente la familia pasó sus años más felices en la finca La Gloria, cerca de Dos Hermanas pero la trágica y truculenta muerte de Rafaelito -el penúltimo de los hermanos toreros-, asesinado en el piso que poseía Ignacio Sánchez Mejías en la Punta del Diamante por el administrador de la familia, aceleró el definitivo traslado a Madrid en 1933. Pero la relación de Antonio Bienvenida y la que siempre consideró su cuna no se interrumpió con el tiempo y tendió puentes con su residencia madrileña.
Los toreros que actúan en Las Ventas le siguen rezando a la misma imagen del Gran Poder que presidía la capilla de la casa familiar de General Mola, y que fue expuesta durante los meses de febrero y marzo de este año en la muestra organizada por la corporación de la Madrugada al cumplirse el IV centenario de la imagen del Señor, obra cumbre de Juan de Mesa. Esa imagen había sido encargada al imaginero Rafael Lafarque para que Carmen Jiménez, la matriarca de la saga, pudiera seguir rezando al Señor de Sevilla en las inciertas tardes de toros a raíz de la amarga marcha a los madriles. Fue la misma que veló el ataúd de Antonio Bienvenida –cubierto por un hermoso capote de seda grana y bordados de oro- más de cuarenta años después, antes de ser enterrado en olor de multitudes.