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5 mayo 2024

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Y es que España –sin importar si uno es amante o no de los toros– queda representada a la perfección en esos momentos…

publicación de Jano García

Imaginemos a un belga que acaba de salir de su ciudad en la que triunfa la barbarie de las bicis, la organización absoluta, la corrección, la frialdad a la hora de entablar relaciones personales y despojada de todo tipo de identidad llegando ayer a Sevilla. Imaginemos a ese belga rodeado de sus amigos caminando por el centro de la ciudad con temperaturas estivales mientras las terrazas están abarrotadas, el griterío es generalizado y los ciudadanos se aglutinan alrededor de la música.

Imaginemos a ese belga que, de pronto, se topa con la siguiente escena: Una multitud porta a hombros a Morante de la Puebla al grito de «¡Torero, torero, torero!». A su paso, en los balcones, los vecinos se asoman para aplaudirle y sumarse al cántico. Otros bajan raudos a la calle para unirse a la procesión. Con la ilusión de un niño pequeño, con una sonrisa perenne y con las prisas siguen la estela de aquellos que desde la plaza llevan a hombros al triunfador de la tarde hasta su hotel. Una escena incomparable de felicidad en la que ancianos y niños, ricos y pobres, socialistas y conservadores se aglutinan alrededor de un torero entre vítores y aplausos. Los desconocidos se abrazan, la camadería entre los distintos brota espontáneamente y la alegría es compartida y distribuida entre los presentes. Incluso hasta el más antitaurino de la faz de la Tierra no puede reprimir una sonrisa contagiosa al contemplar el paso de un pueblo feliz.

Una estampa que resulta del todo incomprensible para ese pobre individuo que el infortunio del azar le hizo nacer en Bruselas y es incapaz de comprender el júbilo de los aficionados al contemplar una gesta que se dio por última vez hace 52 en la Maestranza de Sevilla.

Y es que España –sin importar si uno es amante o no de los toros– queda representada a la perfección en esos momentos. Sólo un pueblo como el español regido por la espontaneidad, el caos ordenado y las ganas de vivir es capaz de generar un espectáculo único en el mundo que no se puede explicar con palabras, pues trasciende a la razón. Todo ello de forma improvisada que es –a fin de cuentas– la única forma de hacer algo de verdad, auténtico e irrepetible.